Por Horacio Ríos
El mártir que vive en el alma del pueblo
El mártir que vive en el alma del pueblo
El padre Carlos Mugica fue un paradigma de su tiempo, a la vez que una contradicción en sí mismo. Hijo de una familia de clase alta, ofrendó su vida por los más humildes, incluso conociendo de antemano que ésa era una posibilidad demasiado cercana. Para servirles, renunció a una prometedora carrera en el seno de la iglesia, que podría haberlo llevado a las más altas jerarquías, ya que era un hombre de brillante inteligencia. Pero eso no era todo: era un cura peronista que trabajaba en el Barrio Comunicaciones, hoy Villa 31. Vivió sin miedo y sin pedir nada para sí mismo. Lo asesinó un matón a sueldo, en el que algunos creyeron reconocer al comisario de la Policía Federal Rodolfo Almirón. Después de 30 años, para desmentir a sus asesinos, Mugica sigue siendo recordado como lo que fue: un cura como los que prefería otro mártir de aquellos tiempos, el "Chacho" Angelelli: "con una oreja en el Evangelio y la otra en el pueblo"
El que luego sería el padre Carlos Mugica nació en Buenos Aires el 7 de octubre de 1930, en el seno de una familia de clase alta. Su padre, Adolfo Mugica, fue diputado conservador entre 1938 y 1942 y posteriormente, en 1961, ministro de Relaciones Exteriores, durante la presidencia de Arturo Frondizi. Por otra parte su madre, Carmen Echagüe, pertenecía a una familia de ricos estancieros bonaerenses.
En 1949 comenzó la carrera de derecho –de la que cursó sólo dos años- en la Universidad de Buenos Aires. En 1950 viajó con varios sacerdotes y con su amigo Alejandro Mayol a Europa, donde comenzó a madurar su vocación sacerdotal. En marzo de 1952, a los 21 años ingresó al seminario para iniciar su carrera sacerdotal.
Finalmente se ordenó como sacerdote en 1959, pocos años después de haber participado –según sus propias palabras- "del júbilo orgiástico de la oligarquía por la caída de Perón". Pero Mugica también sabía reconocer sus contradicciones. Relataba que en una ocasión, caminando por un pasillo oscuro de un conventillo, vio una leyenda escrita en la pared que lo conmovió profundamente:"Sin Perón no hay Patria ni Dios. Abajo los cuervos". Los cuervos eran los curas. Quizás en ese momento supo que si permanecía en el lugar de siempre, seguiría estando en la vereda de enfrente de "la gente humilde".
Después de ordenarse, sirvió en la diócesis de Reconquista y luego colaboró con el cardenal primado de Argentina, Antonio Caggiano, en lo que parecía ser el comienzo de una prometedora carrera eclesiástica. Pero ya en sus primeros destinos como sacerdote tuvo problemas. El propio Mugica recordaba uno de sus primeros tropezones con humor: "Creo que la misión del sacerdote es evangelizar a los pobres... e interpelar a los ricos. Y bueno, llega un momento en que los ricos no quieren que se les predique más, como sucedió en el Socorro cuando me echaron las señoras gordas que le fueron a decir al párroco que yo hacía política en la misa".
Años después, en 1966, se encontró en una misión en Santa Fe, a los que serían luego los fundadores de la organización Montoneros Carlos Ramus, Fernando Abal Medina y Mario Firmenich, a los que ya conocía de cuando estaba destinado en la pastoral para los jóvenes en el Colegio Nacional de Buenos Aires. Esta relación los influenció a todos ellos y les sirvió para tomar por el hasta entonces impensado camino de la lucha y del compromiso con los sectores más humildes de la sociedad.
Su encendida y pública defensa del peronismo, como asimismo la frecuencia con que en sus discursos citaba al Che Guevara, a Mao y a Camilo Torres y otros, le trajeron al padre Carlos abiertos, y cada vez más frecuentes, choques con el arzobispo Juan Carlos Aramburu.
En los tiempos en los que nacía la dictadura militar que encabezó el malhadado general Juan Carlos Onganía, durante la cual se agudizarían hasta límites intolerables las contradicciones entre el Ejército y el pueblo argentino; entre los intereses de la Patria y los del imperio; entre una Iglesia cómplice de la dictadura y los sacerdotes que, sin grandilocuencia pero con firmeza, buscaban, como Camilo Torres, el camino de la liberación, encontró Carlos Francisco Sergio Mugica Echagüe –tal su nombre completo de "niño bien- su destino.
El año 1968 fue decisivo en la vida del padre Mugica. Viajó a Francia para estudiar Epistemología y Comunicación Social; profundizó su amistad con el padre Rolando Concatti –uno de los fundadores del Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo- y viajó a Madrid, donde conoció al General Juan Domingo Perón.
Estando en París se enteró de la fundación del Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo. Inmediatamente, con la presteza de los que saben que han encontrado su destino, adhirió a él. También comenzó a colaborar con el Equipo Intervillas que creó en ese año decisivo el padre Jorge Goñi.
Al volver de la capital francesa se encontró con que el padre Julio Triviño –un cura situado ideológicamente en sus antípodas- lo había reemplazado como capellán de las monjas del Colegio Malinkrodt. Claro que el cambio que habían decidido las monjas no era inocente ni casual. Triviño, un conspicuo representante de la línea conservadora de la iglesia argentina era también, para que no estuviera ausente la coherencia, capellán castrense.
El destino comenzaba a alcanzar a Mugica. Los padres asuncionistas, que estaban a cargo de la parroquia de San Martín de Tours –otra de las iglesias en las que se refugiaban los ideólogos de todas las dictaduras pasadas y futuras-, habían decidido abrir una capilla en la villa de Retiro y le ofrecieron al joven sacerdote que se hiciera cargo de ese trabajo, que aceptó alborozadamente.
Lejos estaba ya Mugica de aquel joven sacerdote de buena cuna que hollaba los pasillos de la Curia, y que daba los primeros pasos de una brillante carrera eclesiástica. De habérselo propuesto, posiblemente hoy existiría en la nómina de la iglesia algún obispo o cardenal llamado Carlos Mugica, que entregaría su anillo a los fieles para ser besado y que luego pontificarían contra el peronismo.
En el Barrio Comunicaciones levantó la parroquia Cristo Obrero, en la que ejerció su compromiso hasta el día de su asesinato. Al mismo tiempo, colaboraba con su gran amigo, el padre Jorge Vernazza, como vicario de la parroquia San Francisco Solano.
También por esos tiempos su poderosa intelectualidad se convirtió en faro desde la cátedra de Teología en la Universidad de El Salvador y desde las que dictaba en las facultades de Ciencias Económicas, de Derecho y de Ciencias Políticas.
El compromiso con los pobres que asumió el Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo, entretanto, chocaba de frente con la prohibición estricta de manifestarse políticamente, decidida por el arzobispo coadjutor de Buenos Aires, Juan Carlos Aramburu, decidido más que nunca a mantener a la iglesia alineada con el poder. Por supuesto que Aramburu jamás se opuso a las efusiones ideológicas de los curas que tomaban el té en las mansiones de San Isidro o de Barrio Norte, incluido él mismo. Desde su retiro, el antiguo prelado amigo del poder ve pasar sus días en una opulenta mansión de la calle La Pampa, cercana a las de sus amigos de la Avenida Melián, ostentadores de una riqueza que habita muy lejos de la gente que fue el motivo de los desvelos del padre Mugica.
Pero aquellos años exigían definiciones. La violencia que ejercía la dictadura se tornaba más indecente a medida que su poder era cuestionado con más decisión por las organizaciones populares, que tampoco desistían de utilizar la violencia revolucionaria. Uno de los amigos más cercanos de Mugica, el padre Alberto Carbone, fue encarcelado tras la muerte del ex dictador Pedro Eugenio Aramburu a manos de la organización peronista Montoneros.
La apasionada defensa de su amigo, su antigua cercanía con los fundadores de la mítica organización guerrillera y su actitud frente a la violencia popular que, al negarse a condenarla, la dictadura consideró "poco clara", provocaron también su encarcelamiento.
Los periódicos "La Razón" y "La Nueva Provincia" cuestionaron con dureza a Mugica por su "justificación de la violencia que se ha desatado en el país". Claro, que para esos personeros de oscuros intereses no habían existido ni la Semana Trágica, ni los bombardeos de Plaza de Mayo, ni la furiosa represión del Plan Conintes, ni nada. La violencia la habían desatado –en su particular concepción- los peronistas, que hasta ese tiempo sólo habían sufrido represión, humillación y muerte.
Las homilías del padre Mugica y de todos los sacerdotes del MSTM eran grabadas por los servicios, colocándolos casi en una situación de blancos móviles. Aramburu –el arzobispo- le propuso varias veces a Mugica que abandonara el sacerdocio. Mugica rechazó el ofrecimiento, aunque esta situación lo angustiaba fuertemente. "Espero, en Dios, no verme forzado jamás a abandonar el sacerdocio, aunque deba resistir infinitas presiones", definió alguna vez, con la claridad de siempre.
Tras la asunción de gobierno popular, el 25 de mayo de 1973, Mugica aceptó un cargo –no rentado- de asesor del Ministerio de Bienestar Social, aunque luego se desvinculó de él por sus discrepancias con el ministro José López Rega, que luego tendría el dudoso honor de ser el fundador de la no menos dudosamente célebre "Triple A". La explicación de Mugica fue sabiamente sencilla: "no había comunicación entre el ministerio y los villeros".
De todos modos, comenzaron a tomar cuerpo otras preocupaciones para el sacerdote: una noche, ante algunos colaboradores del Barrio Comunicaciones, manifestó que "López Rega me va a matar". Pero por esos días le había dicho a un periodista que "no tengo miedo de morir. De lo único que tengo miedo es de que el arzobispo me eche de la Iglesia"
En 1974 apareció el disco "Misa para el Tercer Mundo", en el que el Grupo Vocal Argentino cantaba –sobre textos escritos por el propio Mugica– ritmos argentinos, africanos y asiáticos. Como premio, tiempo después, un hombre poco afecto al arte y a la generosidad, el ministro del interior de Isabel Perón Alfredo Rocamora, mandó destruir miles de ejemplares de esa obra.
Las amenazas de muerte se multiplicaban sobre la humanidad de Mugica. La revista seudoperonista, "El Caudillo", se preguntaba –con una sorna no exenta de estupidez– si "está al servicio de los pobres o tiene a los pobres a su servicio", a la vez que lo acusaba –con la misma supina estupidez– de "bolche".
El 11 de mayo de 1974, el padre Carlos Mugica cumplió con algunas de sus rutinas habituales. A las ocho y cuarto de la noche, después de celebrar misa en la iglesia de San Francisco Solano –situada en la calle Zelada 4771, en el barrio de Villa Luro–, se disponía a subir a su humilde Renault 4-L, cuando un triste personaje –en el que algunos testigos creyeron reconocer al comisario Rodolfo Eduardo Almirón, el jefe de la "Triple A" lopezrreguista– bajó de un auto y le pegó cinco tiros en el abdomen y en el pulmón. El tiro de gracia se lo dio en la espalda. Una manera infame de acabar con la vida de un hombre digno, que siempre respetó antes que nada su mandato interior, ese que nacía de su pueblo y que se prolongaba luego en su propia voz.
El sacerdote fue enterrado posteriormente en el cementerio de Recoleta, hasta que en 1999, en un acto de justicia, sus restos fueron trasladados a la Parroquia Cristo Obrero, en el Barrio Comunicaciones, donde amó y fue amado sin condiciones, que hoy –tiempos crueles- es conocido como la Villa 31.
Desde entonces, Mugica, para contradecir a sus asesinos, habita en un territorio del que jamás será desalojado: el corazón de su pueblo. Un lugar que comparte con muy pocos, entre los que pueden contarse sus amados Juan Domingo Perón, la abanderada de los humildes, Evita y el también mártir obispo de La Rioja, monseñor Enrique Angelelli.
Fuente: Diario de Cartas | www.elortiba.org
[Imagen de la Muestra Pensamiento y Compromiso Nacional, Palais de Glace, Buenos Aires 17 de marzo - 10 de abril 2011]
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